Hay muchas razones para dormir la siesta. Muy pocas tienen que ver con la pereza, como dibuja la caricatura calvinista, muy malintencionada, de los países del sur de Europa, porque quizás la duerman también los calvinistas y si no lo hacen es porque no padecen los rigores de nuestra canícula, no tienen descentrado el horario con respecto al meridiano geográfico en el que viven, se levantan a la misma hora que nosotros y se recogen en sus casas por la tarde para echar una cabezada si se les antoja, en el secreto de su privacidad y a la hora en la que, dentro del mismo día, comienza otra jornada laboral en el sur de Europa.
Esta relación tramposa entre la siesta y la holgazanería
se desmonta sin esfuerzo. ¿Duerme la siesta el que de puro gandul se levanta a
las tantas? No, porque ya está ahíto de sueño. ¿Y el que madruga al alba y con aplicación se pone a la faena? Quizás y muy merecidamente.
Hay vagos que duermen muy poco y gente laboriosísima que se echa unas siestas
soberbias. ¿Quién no conoce ejemplos de ambos casos, tanto en la historia como
en su intimidad?
Escuchemos a dos escritores tenaces a los que la
musa solía sorprenderles trabajando, defensores y practicantes de la siesta
por sus muchas virtudes, rescatando su voz del Fondo Documental Marino Gómez-Santos.
El primero es Camilo José Cela. Marino Gómez-Santos le pregunta sobre cómo es su jornada de trabajo típica. Oigamos su respuesta en el siguiente enlace:
https://drive.google.com/file/d/1zj1ugpXErk3Jd32_H6hdS8e9OZxeyYGA/view?usp=sharing
https://drive.google.com/file/d/1zj1ugpXErk3Jd32_H6hdS8e9OZxeyYGA/view?usp=sharing
Camilo José Cela recibe la medalla de académico de Ramón Menéndez Pidal. Ambos acostumbraban a dormir la siesta, para beneficicio de la filología y las letras espàñolas |
Así que Cela madruga, trabaja un mínimo de siete u ocho horas al día (entre diez y doce cuando está enfrascado en un libro) y duerme la siesta. Todo muy compatible y sin menoscabo de su productividad.
El segundo testimonio es de Dámaso Alonso, también entrevistado
por Marino Gómez-Santos, al que le hace la misma pregunta. Escuchemos su contestación en el siguiente enlace:
Dámaso Alonso, Director de la Real Academia Española, buen practicante de la siesta que vigoriza el intelecto y aumenta la productividad |
Averiguamos que Dámaso Alonso practica la siesta sacramental, de etiqueta y ajustada al protocolo más riguroso. Confiesa que desde que la duerme ha doblado su productividad, al convertir la tarde en una nueva mañana, uniéndose así al grupo de trabajadores intelectuales "inmensos" que también se la echan, como Ramón Menéndez Pidal, Miguel Asín Palacios y José Ortega y Gasset.
La siesta no es sólo una costumbre saludable para Cela o para Dámaso Alonso. Es también una metáfora presente en sus obras.
En La familia de Pascual Duarte hay una asociación entre el calor tremebundo y el instinto homicida en esas horas monótonas y caliginosas del verano en las que, para huir de la locura, es menester reposar la cabeza.
Cuando Pacual Duarte rememora cómo y por qué mató fríamente a su perra perdiguera, la Chispa, no duda en relacionarlo con el calor sofocante y alucinatorio:
"...hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal. Cogí la escopeta y disparé. Volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra."
Hay una relación idéntica entre el calor opresivo, el terror y la irracionalidad cuando Pascual Duarte recuerda el nacimiento de la niña Rosario, presagio de un desenlace espantoso:
"Me acuerdo que hacía calor la tarde que nació Rosario; debía ser por julio o agosto. El campo estaba en calma y agostado y las chicharras, con sus sierras, parecían querer limarle los huesos a la tierra: las gentes y las bestias estaban recogidas y el sol, allá en lo alto, como señor de todo, iluminándolo todo, quemándolo todo..."
La siesta no es sólo una costumbre saludable para Cela o para Dámaso Alonso. Es también una metáfora presente en sus obras.
En La familia de Pascual Duarte hay una asociación entre el calor tremebundo y el instinto homicida en esas horas monótonas y caliginosas del verano en las que, para huir de la locura, es menester reposar la cabeza.
Cuando Pacual Duarte rememora cómo y por qué mató fríamente a su perra perdiguera, la Chispa, no duda en relacionarlo con el calor sofocante y alucinatorio:
"...hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal. Cogí la escopeta y disparé. Volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra."
Hay una relación idéntica entre el calor opresivo, el terror y la irracionalidad cuando Pascual Duarte recuerda el nacimiento de la niña Rosario, presagio de un desenlace espantoso:
"Me acuerdo que hacía calor la tarde que nació Rosario; debía ser por julio o agosto. El campo estaba en calma y agostado y las chicharras, con sus sierras, parecían querer limarle los huesos a la tierra: las gentes y las bestias estaban recogidas y el sol, allá en lo alto, como señor de todo, iluminándolo todo, quemándolo todo..."
En Dámaso Alonso, en cambio, la siesta, como figura, tiene un tono más dulce, más amable e íntimo. En su poema titulado Viento de siesta, relaciona cromáticamente la siesta con el calor y los remolinos que forma en el aire: "¡oh rojo viento de la siesta!". En la Elegía de un moscardón azul, asocia el insecto con la siesta, que es una relación entre el tedio, el calor abrasador del verano y el sueño. En otro de sus poemas, titulado Azul, nos presenta poéticamente la posibilidad de la siesta profunda, anticipo del sueño nocturno: "...la siesta de ese sueño con que soñaste el mundo". Y en Dura luz de muerte, une de nuevo la pesadez, el calor y la siesta:
"¡Cómo se adensa en los huertos
que con la siesta se inflaman!"
Nos atrevemos a declarar que España, a pesar del sambenito de la siesta, es uno de los países de Europa en el que menos se duerme, especialmente en verano, cuando es normal ver pasear a familias con niños de pecho cerca de la media noche, cosa insólita en otros lugares del sur del continente. Por ejemplo, el turista que cena en Roma en pleno agosto comprueba cómo a las diez de la noche, hora canónica de la cena estival en España, los camareros del restaurante empiezan a apremiarle con la mirada para que se tome rápidamente el postre porque ya llegó la hora de cerrar.
"¡Cómo se adensa en los huertos
que con la siesta se inflaman!"
Nos atrevemos a declarar que España, a pesar del sambenito de la siesta, es uno de los países de Europa en el que menos se duerme, especialmente en verano, cuando es normal ver pasear a familias con niños de pecho cerca de la media noche, cosa insólita en otros lugares del sur del continente. Por ejemplo, el turista que cena en Roma en pleno agosto comprueba cómo a las diez de la noche, hora canónica de la cena estival en España, los camareros del restaurante empiezan a apremiarle con la mirada para que se tome rápidamente el postre porque ya llegó la hora de cerrar.
La siesta viene de algo tan natural como los ritmos
circadianos asociados a la vida sedentaria en las zonas de veranos extremos. No
es, por lo tanto, un pretexto de ociosos o de gente floja.
La siesta nace cuando la humanidad se asienta y la persona deja de estar en permanente alerta ante la disyuntiva de cazar o de ser cazada, de comer o de ser comida. La siesta es orden, pauta en la jornada, como la semana lo es en los meses y los meses en el año.
No es azar, por tanto, que la siesta se institucionalice en el feudalismo por el monacato, que busca una norma de vida reglada en la que cada hora del día tiene su afán, porque se sospecha que detrás del tiempo libre se esconde el diablo y acecha el pecado: la ociosidad es enemiga del alma, advierte la Regla de San Benito. De modo que la siesta, para sorpresa de censores, se dispone por los benedictinos como el descanso necesario del monje en la hora sexta del día, entre la Pascua y las calendas de octubre, cuando más aprieta el calor, reposo sin el cual se debilitarían su fe y su devoción evangélica.
La siesta nace cuando la humanidad se asienta y la persona deja de estar en permanente alerta ante la disyuntiva de cazar o de ser cazada, de comer o de ser comida. La siesta es orden, pauta en la jornada, como la semana lo es en los meses y los meses en el año.
No es azar, por tanto, que la siesta se institucionalice en el feudalismo por el monacato, que busca una norma de vida reglada en la que cada hora del día tiene su afán, porque se sospecha que detrás del tiempo libre se esconde el diablo y acecha el pecado: la ociosidad es enemiga del alma, advierte la Regla de San Benito. De modo que la siesta, para sorpresa de censores, se dispone por los benedictinos como el descanso necesario del monje en la hora sexta del día, entre la Pascua y las calendas de octubre, cuando más aprieta el calor, reposo sin el cual se debilitarían su fe y su devoción evangélica.
La siesta ha vivificado nuestra poesía y narrativa. No hay égloga bucólica o novela
pastoril que se precie sin la oportuna siesta campestre. La tradición literaria viene de Virgilio, del neoplatonismo y
de imaginadas Arcadias felices anteriores a la caída. Los Silvanos, Eugonios,
Ortinos, Albanos, Florenios, Fontanos, Coridones, Erastros, Artidoros, Galercios y Grisaldos son arquetipos de pastores que, en las tardes abrasadoras del verano, tras haber conducido
a sus rebaños desde el alba por cañadas y veredas, duermen la siesta bajo la
sombra fresca de la espesura soñando con sus amores y desconsuelos.
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