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España: un enigma histórico



Marino Gómez-Santos entrega a Claudio Sánchez-Albornoz un ejemplar de su libro Españoles sin fronteras


Traemos al blog un testimonio oral de primer orden, que por su duración (79 minutos) y unidad de contenido no queremos ni debemos extractar. De modo que sugerimos escucharlo íntegro desde el portal web de búsqueda del Fondo Documental Marino Gómez-Santos: https://fdmgs.urjc.es/awa/urjc.php

Una vez en la web de búsqueda, basta escribir en la opción Búsqueda simple Claudio Sánchez Albornoz exiliados o en la Búsqueda avanzada, escogiendo el campo Título, escribir Claudio Sánchez-Albornoz, enlazar con el operador Y, y en la opción Todos los campos escribir exiliados.

El documento en cuestión es una entrevista realizada por Marino Gómez-Santos a un ya anciano Claudio Sánchez-Albornoz (1893-1984), en la que el maestro de historiadores nos relata los primeros siete años de su exilio, esto es, desde su llegada como embajador de la República Española al Portugal de Salazar, en mayo de 1936, hasta que en 1942, instalado definitivamente en la Argentina (su segunda España, como acostumbraba a decir), es nombrado catedrático de Historia en la Universidad de Buenos Aires.


Gregorio Marañón (hijo) y Marino Gómez-Santos, con Claudio Sánchez-Albornoz en el Hospital Clínico de Madrid


Con voz trémula y memoria firme, Sánchez-Albornoz desgrana el relato excepcional y estremecedor de esos siete años de angustiosa huida, que le llevaron a pasar, tras amargas pruebas y riesgos sin fin, por Francia, Estados Unidos, Cuba, Francia de nuevo, Argel, Casablanca, Lisboa, Río de Janeiro y, finalmente, Argentina, su destino final en el exilio.

Sánchez-Albornoz era un español prototípico que, como tantos otros compatriotas a lo largo de nuestra historia reciente, bebió el amargo cáliz del exilio político, del que dijo en 1977:

Habría podido volver a España si hubiera consentido en humillarme y claudicar. Otros con mucho más prestigio que yo lo hicieron (…) El destierro es áspero y difícil. Elegí la senda rectilínea. Dios castigó mi soberbia con problemas familiares que me condenaron a casi dos décadas de soledad. Duras y tristes jornadas que parecían no tener fin. Pero la Providencia quería tal vez (…) que cumpliera mi misión (…) A lo largo de mis cuarenta años de destierro he trabajado, trabajado, trabajado sin pausa -a pesar de todos los pesares- en el estudio, la investigación y la meditación de la historia española (…) En una cadena sin fin de jornadas, he escrutado humildemente nuestro ayer y he procurado desentrañar sus misterios. Y me estoy muriendo a chorros, como podríamos decir vulgarmente, y sigo trabajando. Pero ¿qué otra cosa habría yo podido hacer para ver desfilar una a una las ásperas jornadas del exilio sin hundirme en la desesperación?

Como decíamos, Sánchez-Albornoz tenía los títulos para ser un español arquetípico: abulense, medievalista, catedrático de historia, Rector de la Universidad Central de Madrid, académico de número de la Real Academia de la Historia, Premio Covadonga, Presidente de la Comisión de Instrucción Pública, Vicepresidente de las Cortes, Presidente del Consejo de Ministros de la República en el exilio entre 1962 y 1970, fundador del Instituto de Historia de España y defensor de las libertades y de la democracia desde un punto de vista liberal, creyente y socializante.

A Sánchez Albornoz le dolía España. Le preocupaba comprender su hechura histórica, la razón contrastada y no puramente literaria o especulativa de los males de la patria tan descarnadamente mostrados tras la crisis del 98, así como sus raíces más profundas, considerando que en la peculiar Edad Media peninsular radicaba la clave interpretativa de las singularidades y decadencias posteriores. Por otra parte, por importante que resulte el peso del pasado, nunca concibió la Historia como un fatalismo o como el fruto ineludible de una tara original, sino como acicate para el perfeccionamiento de la sociedad. 

Ese interés juvenil jamás dejó de acrecentarse. Todo lo contrario. La Guerra Civil, en la que según su juicio “se ayuntaron tres revoluciones, religiosa, política y social, que los otros pueblos de Europa padecieron sucesivamente”, resultó para Sánchez-Albornoz otro capítulo más de la historia enigmática de una España que intentó entender desde la pura razón histórica, aunque sin lograrlo plenamente.

Sánchez-Albornoz respondía también a otro prototipo de individualidad hispánica y europea que, para bien o para mal, ya no rige: el intelectual comprometido y con autoridad moral, en cuya biografía resulta inseparable la acción política del pensamiento, el estudio o la creación.




Sobres postales de la correspondencia entre Claudio Sánchez-Albornoz y Marino Gómez-Santos


No vamos a resumir en estas breves líneas esos siete primeros años de exilio. ¿Quién mejor que Claudio Sánchez-Albornoz para hacerlo si tenemos el privilegio de escucharle? Comprobará el oyente que el tiempo y las circunstancias que le tocaron vivir fueron muy adversas y que su carácter, naturalmente inclinado al rigor y al estoicismo, fue golpeado por la guerra, tanto civil como mundial, sin doblegar su espíritu. Por eso, de la vida, que no fue amable con él, dijo Sánchez-Albornoz que es “dura y exige esfuerzos geniales”, definición lapidaria que convendría no olvidar nunca.

Pero como no vamos a hablar del hombre en su vivencia trágica, al menos digamos algo de su pensamiento y obra, porque Sánchez-Albornoz protagonizó una de las discusiones académicas más ricas y ásperas sobre la interpretación de la Edad Media en España, debate cuyas profundas derivaciones y ecos resuenan aún en los libros de historia, incluso en los que están por escribir.

Tras la crisis del 98, la idea de España alcanzó un paroxismo, por más que su controvertido origen viniera de muy atrás. El fin del imperio colonial, la cuestión social,  el recurso al golpismo, las resistencias oligárquicas y caciquiles a cualquier cambio, el privilegio cultural y material de la Iglesia y el nacimiento de otras identidades nacionales periféricas en pugna, impulsaron nuevas reflexiones sobre la esencia de lo español, desbordando el ámbito puramente académico, de modo que la idea de España como problema historiográfico se convirtió, por sí misma, en un problema ideológico y de enfrentamiento en España y para los españoles.

Este ambiente de decadencia y, a la vez, de cambio social, político y económico profundo, propició especulaciones de toda clase que abarcaron a todo el espectro ideológico, desde quienes defendían una visión teológica, estática y esencialista del pasado hasta el europeísmo modernizador o el internacionalismo proletario.

Ejemplo de la primera actitud es Ramiro de Maeztu (1876-1936), que sin ser historiador sostenía que la historia de España comenzó con la conversión al catolicismo de Recaredo, lo que significaba anclar el ideal nacional en lo religioso, allá por los siglos remotos y confusos de los godos. De igual opinión era García Morente (1886-1936), que tampoco era historiador sino filósofo, que señalaba el nacimiento de España y de su identidad en los concilios de Toledo, otorgando al nacionalismo español una naturaleza religiosa indeleble y anterior a la reconquista.

Otros pensadores, retorciendo el disparate (aunque sus tesis fantasiosas se recogían en las cartillas escolares, formando la mentalidad popular y el sentido común) retrotraían la españolidad a épocas remotísimas, al considerar que Séneca, Trajano, Viriato o los pobladores de las cuevas de Altamira eran ya españoles por los cuatro costados, por ser descendientes directos del linaje de Noé, siendo uno de sus nietos, Túbal, el primer poblador de España tras el diluvio universal, tal y como si la nacionalidad española no fuese sino una cuestión genético-biológica y siempre hubiera existido un homo hispanicus ahistórico e inmune al paso de tiempo.

Más allá de estas extravagancias, que no por serlo dejaron de tener una gran influencia, Ortega y Gasset (1883-1955), en su España Invertebrada, obra que tiene por subtítulo Bosquejo de algunos pensamientos históricos, consideró que para la configuración de lo español, lo ocurrido en la Edad Media, es decir, durante los ocho siglos de lucha y de convivencia entre musulmanes, judíos y cristianos, no tuvo relevancia histórica, negando, incluso, que hubiera acontecido algo parecido a una reconquista. Sí fue esencial, en cambio, que en Iberia no cuajara un feudalismo pleno y que las raíces godas (el pueblo germano más decadente, deformado y alcoholizado de romanismo) en vez de las francas (el pueblo germano más vital, joven y de la mejor calidad rectora) malograran desde entonces una evolución social y política homologable a la de otros países de Europa occidental, dando lugar desde entonces a una imparable y cada vez más profunda invertebración de España, que es la raíz de su decadencia.

Ya en el ámbito de la historia como disciplina, Américo Castro (1885-1972), que además de filólogo era historiador de la cultura, afirmó desde el exilio americano una tesis también completamente nueva, en pugna con todas las anteriores: que sea lo que fuere lo español, sería algo formado con posterioridad al año 711, porque el reino visigodo, lejos de poner algún cimiento de lo español, se limitó a continuar la vida provincial romano-cristiano-germánica, de modo que el carácter español, visible ya en el año 1000, fue el resultado de la convivencia y el conflicto entre las tres castas o religiones que coexistieron en Iberia, tesis que expuso en su conocida obra España en su historia. Cristianos, moros y judíos, publicada en 1948 en Argentina.

Para Sánchez-Albornoz, en cambio, en áspera controversia con Américo Castro y, en mucha menor medida, con Ortega y Gasset, Pío Baroja (1872-1956) o Azorín (1873-1967), considerados por el historiador como meros diletantes al no ser historiadores plenos y profesionales, hubo una España primitiva anterior a la mudéjar y un acontecimiento histórico decisivo y, a la vez, negativo en sus proyecciones futuras: la invasión musulmana y una guerra de frontera que duró ocho siglos. Lo español, para Sánchez-Albornoz, sería el poso continuo y decantado de la historia en todas sus épocas, con sus desviaciones y peculiaridades, y no, como pretendía Américo Castro, algo que comenzó en un momento dado, libre de las adherencias y sedimentos del pasado.

Américo Castro pensaba en la historia como sucesión de unidades que tenían un sentido propio, mientras que Sánchez-Albornoz la entendía como el fluir de un río en el que el nacimiento y la desembocadura están unidos, por muy tenues que sean sus lazos.


Fragmento de carta autógrafa de Claudio Sánchez-Albornoz. Como buen historiador no olvidó que el 14 de julio fue la toma de la Bastilla

Sánchez-Albornoz quiso transformar el problema de España o España como problema, ajeno por naturaleza a la historia como disciplina académica y proclive a manipulaciones groseras, en algo menos corrosivo y abordable por y para los historiadores. Por tal razón escribió España. Un enigma histórico, obra que vio la luz en Argentina en 1956, como respuesta a la de Américo Castro publicada en el mismo lugar ocho años antes.

¡Qué anomalía y prueba de que nuestra historia ha sido tan desdichadamente distinta de la de nuestros vecinos de Europa occidental!: dos de las principales aportaciones sobre la historia de España escritas en el siglo XX, polemizando entre sí, fueron escritas por exiliados españoles y publicadas fuera de España.

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