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El maestro y el discípulo: relaciones intelectuales y médicas entre Galdós y Marañón


Busto de Benito Pérez Galdós

No es este un blog literario. Pero no podemos obviar la cuestión literaria cuando hablamos de Galdós (1843-1920), porque pesa sobre él el sambenito de que no fue un buen escritor, igual reproche que sobre Baroja (1872-1956), aunque sus críticos no le discutan que fue un novelista universal, como si resultara posible escribir novelas imperecederas sin saber escribir, lo cual es un absurdo.

Ahora que se celebra el centenario de su muerte, vuelve la polémica nunca extinguida sobre si Galdós escribía ramplonamente, no por razones de urgencia sino por impericia. Bien mirada, nunca fue ésta una discusión acerca de estilos o de perfecciones sino, más bien, sobre envidias, cainismos, politiquería, teóricas superaciones vanguardistas y otros derroteros extraños. Prueba de ello es que los detractores de Galdós, en ocasiones, lo comparan con Joyce (1882-1941) para concluir que el segundo era un literato puro y el primero un “garbancero” de las palabras que, apremiado por las deudas o por el materialismo, escribió más que el Tostado.

No discutiremos la genialidad de Joyce y su valentía al explorar los límites del realismo y de la novela como género, pero en esas extremosidades, la realidad (o la hiperrealidad) se vuelve incontable, el trabajo de los traductores imposible y la novela, simplemente, se disloca y desaparece. Sinceramente, cuántos de los que citan y elogian a Joyce han leído su Ulises o Finnegans Wake. Una centésima parte, como mucho. ¿Le resta o le suma valor al artista la cantidad que tiene de seguidores? En absoluto.

Pierde el tiempo el que busque en las páginas de Galdós a cínifes zumbantes, surtidores que gallardean al sol, cisnes unánimes o airones de plata, que son melancolismos languidos y alicaídos que están muy bien, que nos gustan, pero que a Galdós no le hacen falta. Porque Galdós, con su estilo directo y de cronista, nos puso en la senda de la gran novela del siglo XIX, que creó muchísimos lectores, condición indispensable no sólo para que haya novela sino, sobre todo, para que haya algo que se llame literatura, sea clásica o de vanguardia. 

En literatura hay modas y estilos, como en el resto de las cosas humanas sometidas al genio de la creación, pero también hay intemporalidades, como en el vestir o en el comer, que por durar son valiosas y quieren decir algo. Así lo expresaba Galdós con mucha gracia:

"Hay prendas que resisten a todas las modas del vestir, como el garbanzo resiste a todas las modas del comer."

En fin, que la novela, como ficción realista, sería como el garbanzo: un plato literario humilde, sano y alimenticio, apto para todos los espíritus.  

Dicho lo anterior, hablemos de Galdós como maestro y, en el caso que nos ocupa, de su magisterio sobre Gregorio Marañón (1887-1960), aunque su sombra poderosa se proyecte sobre la gran totalidad de la intelectualidad española del siglo XX.

Galdós tuvo un estrecho vínculo con tres ciudades: Santander, Madrid y Toledo. Cada una de ellas protagonizó un punto de su biografía, como afirman agudamente José Luis Cabezas García y Manuel Pérez López. Santander sería para Galdós el descanso, Madrid supondría el curso de la vida cotidiana y Toledo la necesidad del retiro espiritual.

Galdós llegó a Santander porque algunos de sus hermanos tenían una relación previa con la ciudad. Tanto le gustó la capital cántabra y su provincia, que ya con la fama asentada y no sin pasar apuros económicos se hizo construir una villa, San Quintín, en el Sardinero, en la que pasaría largas temporadas y mantendría una fecunda tertulia.

Por otra parte, Galdós vivió en Madrid desde 1862 hasta su muerte, en 1920. Como ciudad, Madrid le debe que adquiriese, por vez primera y completa (no olvidamos con esta afirmación a Mesonero Romanos) relevancia literaria, una plaza reservada en el dramatis personae de sus obras, a la altura de otras urbes literaturizadas como el Londres de Dickens (1812-1870), el París de Balzac (1799-1850) y Zola (1840-1902) o el Dublín de Joyce. Fue tan profundo el camino que señaló Galdós con Madrid, que Baroja situó algunas de sus novelas fundamentales en el mismo escenario, consagrándose la capital de España como telón de fondo y ambiente ineludible del drama humano que sostiene a la reciente novela española.

Finalmente, a Toledo Galdós le tuvo siempre una grandísima devoción, dedicándole un temprano ensayo en 1870, titulado Las generaciones artísticas en la ciudad de Toledo, porque según Galdós:

Toledo es una historia de España completa, la historia de la España visigoda, de los cuatro siglos de dominación sarracena en el centro de la Península, del viejo reino de Castilla y León, de la monarquía vasta fundada por los Reyes Católicos y, por último, de ese gran siglo XV que es el siglo español.

Estas ciudades y muchas otras de España, fueron estudiadas minuciosamente por Galdós desde todos los puntos de vista (el histórico, el sociológico, el artístico…) y en estas tres ciudades o, mejor dicho, merced a ellas, trabó Gregorio Marañón conocimiento y amistad con Galdós: primero como niño, luego como humanista y finalmente como médico. Expliquemos el asunto.

Con sólo diez años, Gregorio Marañón conoció a Galdós de la mano de su padre, Manuel Marañón, ilustre abogado, durante los veraneos que pasaba la familia en Santander. Manuel Marañón frecuentaba la tertulia estival que mantenía Galdós en su casa de estilo indiano, reuniones en las que participaban, entre otras personalidades, Menéndez Pelayo (1856-1912) y el escultor Victorio Macho (1887-1966). Allí, Marañón, siendo niño, absorbió tempranamente y con aprovechamiento todo lo visto y oído, además de captar el ambiente liberal y humanista reinante, impregnaciones que nunca le abandonarían.


Marañón paseando por Toledo, frente al Puente de Alcántara, ciudad que conoció
y amó de la mano de su maestro, Benito Pérez Galdós

En Elogio y nostalgia de Toledo (1951), explica Marañón que fue Galdós quien le inculcó el amor por la ciudad imperial, que tan bien conocía el novelista y maestro, y en la que, por esa razón, desarrolló la trama de algunas de sus obras: El audaz (1871), Los apostólicos (1879), Un faccioso más y algunos frailes menos (1879) y Ángel Guerra (1891).


Dedicatoria autógrafa de Benito Pérez Galdós a Gregorio Marañón, escrita
cuando el  autor estaba ciego, de ahí el trazo torpe de su letra

Y en Madrid, Marañón le trató más como médico, profesión ante la que Galdós sentía una gran admiración. Tanto es así que en sus obras aparecen como personajes medio centenar de doctores de toda condición y relevancia. De Galdós decía Marañón que él, a pesar de ser mucho más joven, se beneficiaba de

una suerte de devoción suya, como ante un poder mágico, que para él eran mis conocimientos médicos, desde su incipiencia

En 1912 Galdós, con casi setenta años, se sometió a dos operaciones de cataratas que, desafortunadamente, acabaron en ceguera por complicaciones médicas, ya que era diabético, hipertenso y sufría de arteriosclerosis, dolencias de las que le trataba Gregorio Marañón y que eran por aquel entonces, debido al atraso de la medicina, mucho más graves que en la actualidad. En lo que toca a la diabetes, por ejemplo, la insulina no se descubrió hasta 1920 y no se empleó terapéuticamente hasta 1922, dos años después del fallecimiento de Galdós. 


Galdós sentado ante su monumento en El Retiro de Madrid, con 
Andrés González Blanco, Hernández y el escultor, Victorio Macho

Ese año, 1912, el de su ceguera, fue también de profunda decepción literaria y política para Galdós, por el fracaso de la campaña de aspirante al premio Nobel y porque al haber defendido el fin de la guerra colonial en África y denunciado el fanatismo integrista, recibió cartas anónimas en las que se le acusaba de antipatriota y se le amenazaba de muerte. En un manual escolar de historia de la literatura española contemporánea publicado en 1968, Lázaro Carreter y Correa Calderón escriben al respecto:

Se pide para él el premio Nobel, pero -el hecho escalofría- media España, y la Academia con ella, se oponen a su concesión”

Por eso, en ese año oscuro, en una entrevista concedida a Javier Bueno, corresponsal de la revista Mundial, a una pregunta sobre España, Galdós responde amargamente con una premonición terrible:

Aquí está todo muerto, aquí tiene que haber una gran catástrofe o esto desparece por putrefacción. Esto está muerto, muerto, muerto.


Dibujo mortuorio de Benito Pérez Galdós realizado por el escultor Victorio Macho


Ocho años después, el 4 de enero de 1920, murió Galdós, nuestro mayor novelista desde Cervantes (1547-1616), entre muestras de afecto y de profundo desprecio, en una España dividida y empeñada, como siempre, en tundirse a garrotazos.

Cien años después de su fallecimiento, el mejor homenaje que podemos brindarle es leer sus novelas y redescubrir la historia de España que intentó legarnos, de la España real frente a la España oficial, muy alejada, naturalmente, de la ortodoxia en la que sólo cuentan las

… intrigas y privanzas, casamientos y querellas entre familias de reyes y Príncipes, dejando en la penumbra las profundísimas emociones que agitan el alma social…

Pero, por encima de todo, hemos de seguir su ejemplo de hombre tolerante y afectuoso que rechazaba los fanatismos cainitas que tanto daño nos han hecho como sociedad y como país.

Comentarios

  1. Realmente Galdós trascendió con su obra el conflicto de las dos Españas. Aunque solo fuera porque su objetivo fundamental era plasmar la vida, costumbres, lenguajes y dialectos del pueblo español

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    1. Galdós fue un sociólogo. Quiso mostrar la sociedad española, con sus contradicciones y luchas, proponiendo un horizonte para mejorarla.

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