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Elogio del paseo


Julio de 1948. Pío Baroja pasea por las inmediaciones de su casa de la Calle de Ruiz de Alarcón (Madrid),
acompañado por los miembros de su tertulia: Gil Delgado, Luis Fernández Casas, el Doctor Arteta,
Julio Caro Baroja y una profesora inglesa.

La editorial La Felguera, especializada en obras de culto, marginales y trangresoras, acaba de publicar una selección de textos de Pío Baroja con el título Las calles siniestras. Antología del eterno paseante (2019). Recoge este libro trabajos menores del autor sobre sus paseos por los arrabales de Madrid, Londres y París, extramuros sórdidos que ejercían sobre su persona un magnetismo que excitaba su imaginación literaria.

Baroja era un gran observador de la vida de los marginados, de los bajos fondos y de los tipos humanos más extraños, convirtiéndolos en material que trasladó a muchas de sus obras, aportación sin la cual no se entiende cabalmente, por ejemplo, su trilogía La lucha por la vida: La Busca (1904), Malahierba (1904) y Aurora Roja (1905).

En La Busca (1904), Baroja describía el Madrid de comienzos de siglo, que tan bien conocía por haberlo paseado y escrutado con ojos de médico interesado por el tema del dolor, del siguiente modo:

"El madrileño que alguna vez, por casualidad, se encuentra en los barrios pobres próximos al Manzanares, hállase sorprendido ante el espectáculo de miseria y sordidez, de tristeza e incultura que ofrecen las afueras de Madrid con sus rondas miserables, llenas de polvo en verano y de lodo en invierno. La corte es ciudad de contrastes; presenta luz fuerte al lado de sombra oscura; vida refinada, casi europea, en el centro, vida africana, de aduar, en los suburbios."

En Malahierba (1904), persiste la mirada barojiana, triste y sórdida de la ciudad de Madrid:

"El barrio de las Injurias se despoblaba; iban saliendo sus habitantes hacia Madrid, a la busca, por las callejuelas llenas de cieno; subían unos al paseo Imperial, otros marchaban por el arroyo de Embajadores. Era gente astrosa: algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos de hambre; casi todos de facha repulsiva. Peor aspecto que los hombres tenían aún las mujeres, sucias, desgreñadas, haraposas. Era una basura humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la que vomitaba aquel barrio infecto. Era la herpe, la lacra, el color amarillo de la terciana, el párpado retraído, todos los estigmas de la enfermedad y de la miseria. -Si los ricos vieran esto, ¿eh? -dijo don Alonso. -¡Bah! , no harían nada -murmuró Jesús. -¿Por qué? -Porque no. Si le quita usted al rico la satisfacción de saber que mientras él duerme otro se hiela y que mientras él come otro se muere de hambre, le quita usted la mitad de su dicha."

En Aurora Roja (1905), Baroja insiste en los mismos caracteres:

"En Madrid, donde la calle profesional no existe, en donde todo anda mezclado y desnaturalizado, era una excepción honrosa la calle de Magallanes, por estar francamente especializada, por ser exclusivamente fúnebre, de una funebridad única e indivisible. Solamente podía parangonarse en especialización con ella alguna otra callejuela de barrios bajos y la calle de la justa, hoy de Ceres. Esta última, sobre todo, dedicada galantemente a la diosa de las labores agrícolas, con sus casuchas bajas en donde hacen tertulia los soldados; esta calle, resto del antiguo burdel, poblada de mujeronas bravías, con la colilla en la boca, que se hablan de puerta a puerta, acarician a los niños, echan céntimos a los organilleros y se entusiasman y lloran oyendo cantar canciones tristes del presidio y de la madre muerta, podía sostener la comparación con aquélla, podía llamarse, sin protesta alguna, calle del Amor, como la de Magallanes podía reclamar con justicia, el nombre de calle de la Muerte."


Baroja repasa sus manuscritos con un plano de Madrid siempre cerca

Es una estupenda noticia que la obra de Baroja siga editándose, pero aún será mejor suceso que encuentre nuevos lectores que la disfruten, para que el hilo de oro de la literatura española no se interrumpa fatalmente y sus clásicos no se conviertan, si es que ya no lo son, en un monumento funerario.

En fin, parece una sola cosa mencionar a Baroja e imaginarlo paseando en solitario, embutido en un grueso abrigo, con boina, paraguas o bastón. Así lo poetizó Machado:

En Londres o Madrid, Ginebra o Roma,
ha sorprendido, ingenuo paseante,
el mismo taedium vitae en vario idioma,
en múltiple careta igual semblante.
Atrás las manos enlazadas lleva,
y hacia la tierra, al pasear, se inclina;
todo el mundo a su paso es senda nueva,
camino por desmonte o por ruina.
Dio, aunque tardío, el siglo diecinueve
un ascua de fuego al gran Baroja,
y otro siglo, al nacer, guerra le mueve,
que enceniza su cara pelirroja.
De la rosa romántica, en la nieve,
él ha visto caer la última hoja.

Cuando no existían la televisión ni otras dispositivos o intermediarios entre el yo y el mundo, era menester pasear para acceder al conocimiento de la sociedad y de sus gentes, realidades que son, si se piensa bien, idénticas. Acercarse a la vida social para intuirla requería pasearla, La vida se abría al paseante directamente y en todas sus formas, en crudo, sin aditamentos. Con el paseo se asistía al espectáculo de un mundo pequeño, local, en decadencia o pujante, provinciano o disolvente de fronteras y de costumbres, en su materialidad y sin decorados.

Antaño, ver el mundo y pasearlo eran lo mismo. Bastaba con poner la mirada en lo importante y pensar sobre lo observado, porque pasearse significaba también discurrir sobre algo.

En el pasado, para ampliar los horizontes de lo visto, además, había que leer y cartearse, que eran formas estilizadas de aprovecharse de los paseos, de los conocimientos y de las conversaciones de otros.

Es un tópico que los peripatéticos filosofaban deambulando (“passeándose los Peripatéticos por unos portales, disputaban y adelantaban sus máximas”, en definición del Diccionario de Autoridades de 1737) y que Kant era un maniático del paseo higiénico, puntualísimo, rutinario y en soledad, como condición para filosofar después sobre la dialéctica trascendental, el fenómeno y el noúmeno.  

Rousseau escribió Las Ensoñaciones del paseante solitario (1782) tras dar muchos paseos introspectivos. Sin estos paseos e interrumpidas sus ensoñaciones, no habríamos escuchado la voz interior de su yo y el Romanticismo habría nacido defectuoso.

No acaba aquí la relación de filósofos amantes del paseo. Nietzsche, que escribió El paseante y su sombra (1880), invitaba a “no prestar fe a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros movernos con libertad”. También Thoreau escribió dos obritas en las que el paseo es el protagonista, A walk to Wachusett (1843) y Walking (1851), porque creía firmemente “que no podría mantener la salud ni el ánimo sin dedicar al menos cuatro horas diarias, y habitualmente más a deambular por bosques, colinas y praderas, libre por completo de toda atadura mundana”.

En España el paseo alcanza relevancia intelectual con la crisis del 98. Efectivamente: como hay que repensar el país, su historia y sus gentes, como es preciso alzarlo de su postración moral y existencial, como hay que regenerarlo contra los males de la oligarquía, el caciquismo, el analfabetismo y la dominación, dado que hay que reponerlo de la catástrofe aislacionista, es preciso antes caminarlo, conocerlo, asumirlo. No deben ser sólo los extranjeros quienes lo hagan, como era habitual en el siglo XIX (lo cual era síntoma de un gran atraso), por ser proclives, al venir de fuera, a fijarse mayormente en lo exótico y a referir detalles fantasiosos y pintoresquismos exagerados. Han de ser españoles europeizados, con otra mirada y comprensión, quienes piensen el país paseándolo.

De esa conmoción histórica que fue la crisis del 98 vienen Francisco Giner de los Ríos y las excursiones de la Institución Libre de Enseñanza (1876-1936), con predilección por la Sierra de Guadarrama. La nueva pedagogía regeneracionista innova volviendo a los peripatéticos, para enfrentarse a la tradición de la letra con sangre entra y de la educación inmóvil, haciendo de las excursiones, de las colonias escolares y de los paseos colectivos compartidos por maestros y alumnos, métodos de conocimiento de nuestra realidad física, histórica y vital. Comienza así a practicarse una paideia de la que se beneficiaron desde su niñez algunos de los intelectuales, científicos y artistas más notables de nuestro siglo XX.

Por numerosas razones, Ortega y Gasset era también un gran aficionado al paseo, muy cotidianamente también por la Sierra de Guadarrama y por El Escorial. Como puntualiza Arturo Campos Lleó, desde su temprano artículo La pedagogía del paisaje (1906), Ortega y Gasset alumbra una concepción del paisaje paseado como "lugar de ideas", virándola años después hacia la fenomenología, por estimar que "el paisaje ha de ser vivido" y que "la actitud viandante crea el paisaje". El paisaje, en consecuencia, tiene para Ortega y Gasset dos planos, el superficial y el significativo, siendo el último, que mora en un sustrato profundo, la clave para su personificación.

Numerosos paseos son célebres en Ortega. Seleccionemos un par. El primero, con guía, por la provincia de Segovia, en 1913, a lomos de "una mula torda de altas orejas inquietas":

"Estas salidas, muy de mañana, por los campos fuertes tienen un dejo de voluptuosidad erótica. Nos parece que somos los primeros en hendir a nuestro paso el aire puesto sobre el paisaje, y este mismo parece que se abre a nosotros con lo poco de resistencia necesario para que nos percatemos de que somos los que rompemos esta vía hacia su corazón y al cabo de media hora: ¡Oh, qué delicia caminar por una tierra pobre, con ruinas de antiguo esplendor, una mañana limpia!"

Y el segundo, en 1937, por las calles de París, durante el exilio "doloroso y estéril", en que cae “… en la cuenta de que no conocía en verdad a nadie de la gran ciudad, salvo las estatuas … y como no tenía con quién hablar, he conversado con ellas sobre grandes temas humanos.


1952. Azorín y Marino Gómez-Santos pasean por la Carrera de San Jerónimo, a la salida del
cine Pleyer (desaparecido) de la Calle Mayor

Azorín fue otro paseante ejemplar. Escribió numerosas obras en las que el paseo es el protagonista, bien como tema o como método para atalayar el paisaje: De un transeúnte (1929), Valencia (1941), La ruta de Don Quijote (1905), Una hora de España (1924), etc...

Confesaba Azorín que:

“... al llegar a una ciudad para mí desconocida, en España, siempre he procurado llegar de noche [ ... ] al día siguiente tendría, sin auxilio de nadie, que ir explorando gradualmente la ciudad; este descubrimiento era el mayor hechizo en mi visita a la ciudad desconocida".

Antonio Machado, alumno de la Institución Libre de Enseñanza, poetizó la importancia del camino y del paisaje, porque el hombre es lo que es en unión con el paisaje, ya que el paisaje tiene un alma y una verdad transmisoras que hay que descubrir. Ahí están su ejemplar Campos de Castilla (1912) y algunos de sus versos más conocidos:

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar


Unamuno contempla, acompañado, el paisaje de Castilla

Unamuno fue de nuestros intelectuales-escritores, quizás, el que más paseó y excursionó en un sentido físico y filosófico, como método para captar la intrahistoria del país, que constituye su verdadera esencia. Además, el paseo, convertido en viaje, es para Unamuno la forma de conocerse, de sacar a la luz lo que se es como persona, porque:

"Nada denuncia tanto la ordinariez de espíritu, la ramplonería y plebeyez del alma, como el apego a la comodidad. El señor que no sabe viajar sin almohada y baño es un mentecato."



En esos paisajes castellanos, conocidos por andados, Unamuno
ideó el concepto de intrahistoria

En al menos cuatro de sus obras, el protagonismo del paseo es capital: Paisajes (1902), De mí país (1903), Por tierras de Portugal y España (1911) y Andanzas y visiones españolas (1922). 

Unamuno sostiene que “para conocer una patria, un pueblo, no basta conocer su alma -lo que llamamos su alma-, lo que dicen y hacen sus hombres; es menester también conocer su cuerpo, su suelo, su tierra”.

Unamuno contempla el paisaje castellano, del que forma parte inseparable, para interpretar sus metáforas.
Pasearlo y pensarlo es lo mismo


En Unamuno, el paisaje se interpreta como metáfora, está cargado de símbolos. Sin caminarlo, sin pasearlo, ese mensaje que contiene en su interior permanecería invisible y su desconocimiento sería prueba de ignorancia y causa de graves errores políticos y culturales.


Josep Plá con Marino Gómez-Santos en la masía del escritor. Llofriu, Bajo Ampurdán

Del mismo modo que Unamuno, Josep Plá frecuentó el paseo y la excursión como fase preparatoria de la escritura literaria. Se ve con claridad, por ejemplo, en su obra Cartas de Italia (1954), en la que lo mismo describe al Cristo de la cripta de Santa María della Pietra, de Nápoles, que nos cuenta que en Arezzo se come la mejor carne, o que el cementerio de Pisa es un cuadrado simple y grandioso para, acto seguido, enumerarnos la lista de los grandes aperitivos italianos (Rossi, Strega o Campari). Así que en esta obra afirma lo siguiente:

"Lo he escrito otras veces: me ha gustado y me gusta recorrer mundo. Llegar a una ciudad desconocida, dirigirme al hotel, tomar un baño, vestirme y salir a la calle al azar, a curiosear y a hacer de franco forastero, ha sido para mí una de las prácticas más agradables de la vida."


1957. Camilo José Cela pasea con Marino Gómez-Santos
por las calles de Palma de Mallorca

Para no alargar más esta relación de paseantes ilustres terminemos mencionando a Camilo José Cela, que recorrió a pie pueblos, campos y trochas para escribir Viaje a la Alcarria (1948), Del Miño al Bidasoa (1952) y Judíos, moros y cristianos (1956). Para Cela, al igual que para Unamuno, Azorín o Baroja, hay que contar, más allá de lo que refieren las estadísticas, los censos, los documentos y las historias librescas de un país, cómo es el “el olor del corazón de las gentes, el color de los ojos del cielo, el sabor de las fuentes de las montañas y de los manantiales de los valles.

El paseo, en fin, solitario o en amistosa compañía, elevado a la condición de categoría filosófica, contribuye a la introspección y afila el entendimiento, porque el acceso a la sabiduría es, ya desde Homero, un viaje que nunca acaba.

Si pensar en Baroja y en el paseo es lo mismo, también me lo parece pensar en Baroja y sentir frío.  Creo que Baroja, como el viejo rey David, siempre tuvo frío, un frío físico que llega hasta los huesos, también en agosto, cuando en Madrid las chicharras cantan desquiciadas bajo la furia de un sol africano.

Baroja y el frío: he ahí un tema prometedor. Pero esa es otra historia.

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