Es conocido que Ramón y Cajal (1852-1934) tenía mal genio, un pronto furibundo que venía de su personalidad innata y, también, del fondo rústico, pobre y aldeano en que nació, aunque a medida que su sabiduría fue creciendo, se templó su propensión al arrebato.
La relación de la primera polémica procede de una nota autógrafa de uno de los discípulos de Cajal, el neuropsiquiatra Gonzalo Rodríguez Lafora, en la que relata lo siguiente:
Esta aspereza injusta, en la que no cabe descartar rivalidades científicas y de otro tipo, produjo la ruptura entre Cajal y Del Río hasta 1922, año de su reconciliación en el madrileño Café del Prado.
A Cajal no le gustaban los pesimismos sin programa, por estériles, de algunos noventayochistas, que además no hicieron la guerra de Cuba, al contrario que él, y en la que casi muere de paludismo, criticándola después con vehemencia y amargura. Creía, más bien, en la redención del país por la ciencia, para sacarlo de la incultura, la corrupción y el atraso seculares. Cajal era un regeneracionista, pero por la vía del laboratorio, del trabajo personal y del avance del conocimiento, que traerían otras bondades por añadidura, y no por la reforma social, los volatines literarios. la especulación hueca o la acción política a secas. Además, despreciaba lo que consideraba palabrería, tanto en la academia como en la vida cultural e intelectual, por ser síntoma de vaciedad.
Así lo reconoce en Recuerdos de mi vida, dibujo autobiográfico publicado entre 1901 y 1917, cuando ya era una celebridad indiscutible y maestro de una generación de médicos y biólogos.
En sus páginas cuenta que de chico era “díscolo, retraído, antipático y misterioso”, algo antisocial, además de admirador de las maravillas de la naturaleza y amante de los juegos atléticos y de agilidad. En sus Recuerdos confiesa que “aún hoy, consciente de mis defectos, y después de haber trabajado heroicamente por corregirlos, perdura en mí algo de esa arisca insociabilidad tan censurada por mis padres y amigos.”
Como pruebas de ese ardor silvestre se conservan fotos juveniles de Cajal en las que, en gran forma física y ataviado con un taparrabos neolítico, empuña arco, flecha y puñal, presto a cazar una presa salvaje o a capturar a un rival de otra tribu por las "selvas" de Zaragoza.
No queremos decir que éste fuese el carácter dominante de su personalidad, puesto que quienes le trataron íntimamente resaltan en él otros rasgos muy favorables, como la nobleza, la honradez, la humildad (se refería a sí mismo como “modesto obrero de la biología”), la protección de sus discípulos y la necesidad vital, física incluso, de no desperdiciar ni un segundo de su tiempo en cosas distintas a la búsqueda de la verdad científica.
Este perfil, que refleja su personalidad al completo, queda confirmado por lo que queda de su epistolario, unas 3.500 cartas, que fue expoliado vergonzosamente y al que le faltan nada menos que otras 12.000, las más valiosas, que continúan, al día de hoy, en paradero desconocido.
Cajal fue un ser contradictorio, como cualquier otro mortal. No debe asustarnos decirlo, porque conociendo a la persona se conoce mejor al personaje, que es lo que importa, sin beaterías ni aderezos dulzones.
Sin la fuerza interior de un pionero, Cajal no hubiera sido capaz de elevar la ciencia médica en España a niveles impensables. No habría conseguido, desde la nada más completa, un Premio Nobel de medicina en 1906. Y, tampoco, habría creado una escuela científica ramificada por el mundo, ni los fundamentos de una disciplina, la neurociencia, que nos asombra un siglo después por sus logros, potencialidades y misterios aún por desvelar.
Mostramos varios documentos del FDMGS que tratan sobre dos polémicas muy desagradables que protagonizó Cajal: con el brillantísimo Doctor Pío del Río Hortega, histólogo, oncólogo y especialista en el sistema nervioso, en 1916, y con Pío Baroja, que tuvo una data más larga.
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El Doctor Pío del Río Hortega, al microscopio |
La relación de la primera polémica procede de una nota autógrafa de uno de los discípulos de Cajal, el neuropsiquiatra Gonzalo Rodríguez Lafora, en la que relata lo siguiente:
“En mi larga vida de 30 años cerca del grande hombre, cuya memoria venero, he visto a Don Santiago tan descompuesto. Un venenoso conserje del viejo Instituto del Museo Velasco, resentido porque Del Río no le dejaba ganarse una comisión de 1 peseta por conejo, 2 por gato y 3 por perro, de los que traía el Tío Ranero, personaje de novela barojiana (que se dedicaba a cazar por las charcas salamandras, culebras de tierra y de agua, lagartos y demás animales citados) y los vendía a los institutos de Biología y de Historia Natural, Del Río, entendiéndose directamente con el Tío Ranero, conseguía más baratos los animales. Entonces, el conserje borrachín, para vengarse de Del Río le fue envenenando el alma a Cajal, diciéndole que Del Río, en las explicaciones a sus discípulos, les decía que Cajal no había inventado los métodos fotográficos de la plata, ideados por Simarro y mejorados por Cajal, cosa que el propio Cajal, con su gran honradez científica explicaba en letra pequeña en su Histología, lo cual Del Río les leía o repetía a sus alumnos. Informado falsamente Cajal, se presentó una tarde de improviso en el laboratorio, ya irritado por los chismes falsos del borrachín de su conserje. La escena, que nunca olvidaré, fue impresionante. El gran Maestro, descompuesto por lo que creía una injusticia de Del Río a su inmensa labor de descubrimientos, expulsó a Del Río violentamente, empleando epítetos (…) que jamás le oí emplear después. Del Río salió llorando de aquella brutal escena y no volvió más por el Instituto Cajal, ni siquiera cuando años después Don Santiago (con su nobleza baturra) le escribió una carta disculpándose y pidiéndole que volviese a su laboratorio.”
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Una de las cuartillas en las que el Doctor Lafora relata el desafortunado desencuentro, del que fue testigo, entre Cajal y Pío del Río |
Esta aspereza injusta, en la que no cabe descartar rivalidades científicas y de otro tipo, produjo la ruptura entre Cajal y Del Río hasta 1922, año de su reconciliación en el madrileño Café del Prado.
La separación perjudicó coyuntural e inmerecidamente la carrera de Del Río, que por suerte se rehízo rápidamente sin que se dañaran sus logros y descubrimientos, que fueron muchos y valiosos, hasta el punto de ser propuesto en tres ocasiones al Nobel de medicina.
La segunda polémica, más prolongada en el tiempo, la tuvo Cajal con Baroja, que fue también médico, aunque ocasional y falto de vocación (estudió la carrera, según sus palabras, "como quien toma una pócima amarga"). Cajal formaba parte del tribunal que calificó la tesis doctoral de Baroja, dedicada al dolor. La razón de la animadversión es aquí más misteriosa que en el caso de Del Río, puesto que ambos compartían en cierto modo una visión sobre la sociedad y la persona, aunque pueden aventurarse ciertos motivos.
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Se hace raro ver a Pío Baroja vestido de etiqueta |
A Cajal no le gustaban los pesimismos sin programa, por estériles, de algunos noventayochistas, que además no hicieron la guerra de Cuba, al contrario que él, y en la que casi muere de paludismo, criticándola después con vehemencia y amargura. Creía, más bien, en la redención del país por la ciencia, para sacarlo de la incultura, la corrupción y el atraso seculares. Cajal era un regeneracionista, pero por la vía del laboratorio, del trabajo personal y del avance del conocimiento, que traerían otras bondades por añadidura, y no por la reforma social, los volatines literarios. la especulación hueca o la acción política a secas. Además, despreciaba lo que consideraba palabrería, tanto en la academia como en la vida cultural e intelectual, por ser síntoma de vaciedad.
Esta falta de simpatía era correspondida por Baroja ya desde sus tiempos como estudiante de medicina, en los que afea a Cajal su condescendencia con algunos profesores de la Facultad que, como José de Letamendi y Manjarres, catedrático de anatomía, no hacían ciencia sino retórica, prestidigitación y fuegos artificiales, contribuyendo a un ambiente académico sórdido y ordinario.
Quizás algo tuvo que ver en la demolición del prestigio de Letamendi el que suspendiera dos veces a Baroja en Patología General, a las que se añadieron un tercer suspenso otorgado por un discípulo suyo, un tal Slócker, que ya colmó la paciencia de Baroja. Por tal razón, Letamendi es personaje de El árbol de la Ciencia, al que Baroja, desde la omnipotencia del escritor, ridiculiza describiéndolo como un hombre hueco, fatuo, botorate y farsante.
Tampoco le gustó a Cajal que Baroja le calificase de “escribidor vano, vulgar, desmañado y antipático”, a partir de la lectura de algunas de sus obras de mayor difusión.
Además, se cuenta que Baroja alimentó rumores indignos sobre la vida privada de Cajal, que seguro que Cajal conocía y que lo terminaron de enfurecer completamente.
Como consecuencia de esta animadversión larvada, Cajal escribió la siguiente carta (de la que sólo transcribimos una parte) en un tono violento contra Baroja, aunque no llegó a enviársela:
“Usted no me puede juzgar porque no me ha leído. Es como juzgar a Sócrates por tocar la flauta o a Catón por haber estudiado y aprendido de viejo el griego (…)
Llama usted tartufismo a exponer reglas y consejos para la juventud, que ha merecido el aplauso (siete ediciones), y hacerlo como es razón, en estilo llano y comprensible…
Usted no es español. Con un cinismo repugnante trató Vd. de eludir el servicio militar, mientras los demás nos batimos en Cataluña, fuimos a Cuba, enfermamos en la manigua, caímos en la caquexia palúdica y fuimos repatriados por inutilizados en campaña, y luego, enfermos, tratamos de estudiar y trabajar para enaltecer la Patria, no con noveluchas burdas, encomiadoras de condotieros y conspiradores vascos, sino luchando con la ciencia extranjera a brazo partido.
Si yo fuera Gobierno, a los malos españoles como Vd. que cifran su orgullo y tienen a fruición despreciar los prestigios de la raza española, los condenaría a pena de azotes, y después a una desecación lenta pero continua, en Costa de Oro. Creo que así nos dejarían en paz.”
Sí, Ramón y Cajal tuvo mal genio, además de un Nobel en medicina, billete de 50 pesetas (el de 500, que no pasó del boceto, no entró en circulación por culpa de la Guerra Civil) y sello de correos de 30 céntimos en tiempos de la República. Fue un genio científico que alcanzó la gloria a base de genio personal y de darse de cabezazos contra el ambiente hostil de un país que históricamente despreciaba la ciencia y maltrataba a sus pocos científicos, por brillantes que fuesen.
Disculpemos sus excesos.
Disculpemos sus excesos.
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